Nunca me abandones, Kazuo Ishiguro

Pocas lecturas, hasta el día de hoy, han supuesto que tuviese que enfrentarme con sentimientos tan enfrentados como los que propició Nunca me abandones, del premio Nobel Kazuo Ishiguro. No miento si afirmo que gran parte del texto me pareció un tostón insufrible. Historias previsibles de amoríos y de amistades adolescentes en lo que vendría a ser un internado británico.

Es cierto que la sombra de algo más profundo se vislumbra en algunas páginas. Pero no, no era suficiente para que me cautivara. Y en ese punto radica la apuesta de la obra, la capacidad de su autor de decantarse por una historia sencilla: un triángulo amoroso de adolescentes que piden a gritos madurar a base de tortas, al mismo tiempo que Ishiguro administra con paciencia homeopática la verdadera trama, la que te impulsa a seguir leyendo, la que da cohesión y fuerza a todo el relato.

Mi opinión se mantiene inmutable. La narración es tediosa porque en ningún momento me interesan las historias de los adolescentes que Ishiguro plantea. No tienen poesía, no tienen fundamentos. Tan solo realidad.

Pero al mismo tiempo la narración oculta, que se desarrolla en las últimas páginas, confiriendo algo de sentido (solo algo) a la insufrible y aburrida historia de los adolescentes en el internado y más tarde en una suerte de casa de acogida compartida, es brillante. En más de una ocasión la trama titubea, falta de cimientos, pero es lo que menos interesa al lector. Nos encontramos en una obra prescindible que plantea cuestiones a la altura de blade runner, porque sí, el texto adolescente costumbrista muta en su final en una distopía.

Es obvio que Ishiguro no es un autor con el que me sienta a gusto. Su decantación por la narración victoriana, paisajística y costumbrista me supone el mayor de los tedios, pero al mismo tiempo he de reconocer los galones de Nunca me abandones, y sobre todo cómo sabe hacer magia literaria para, como un camello, colocar las miguitas para que el lector alcance el destino que pretende.

 

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