El pasado, Alan Pauls
Irrumpió
en sus primeras páginas en la forma de un amor a primera vista. ¿Qué
podía fallar? Alan Pauls maneja las palabras como los viejos personajes
de los western. Las domeña como si fueran reses. Da gusto verlas tan
ordenadas, tan hermosas, mientras discurren por la página como si se
tratara de una adusta pradera y el sol declinara y nada pudiera
importarnos.
Rímini y Sofía se separan. Es la historia de siempre. Pocos
son los temas. Cambian los enfoques, las formas. Tras una vida juntos
se separan y Alan Pauls emplea las más hermosas metáforas. El lector que
fui en sus primeras páginas no puede más que aplaudir entusiasmado por
lo que barrunta que puede acontecer.
Pauls se centra en Rímini. Nos
engaña jugando con las manijas del tiempo. No importa, la mentira es
dulce. Todo por la literatura. Es lo que deberían poner en los rótulos
de las comandancias de la Guardia civil y los departamentos de
literatura. Liberado de compromiso Rímini se autodescubre. Lo hace en
los estupefacientes y las entrañas de las mujeres, también en el poso de
lo que quedó de Sofía. La novela por aquellos entonces es la hostia y
se disfruta con la bajada a los infiernos, con el desdén con el que
Rímini trata a Sofía a pesar de los años, pero sobre todo, se disfruta
con la que parece una novela sin límites.
Pero pasan las páginas y llega
el otoño preñado de marrón. La segunda parte de la novela es más de lo
mismo, pero sin infiernos, Rímini disfruta de la vida conyugal. Páginas y
páginas de turismo literario, pero muy poca literatura en vena. Es
cierto que Pauls conoce las claves del éxito. Sabe seducir al lector.
Como un hechicero vierte en el caldero de la obra la dosis recomendada
de depravación. Cada tanto lo hace. Y le sale un plato bien sabroso. Es
lo que tiene Internet, que pueden encontrarse recetas y tutoriales para
casi todo.
Sin embargo, por aquellos entonces, la novela se mantiene a
la deriva, avanza apenas por la inercia de las primeras 100, 150
páginas. Y aun así, se disfruta. Pero: ¡zas!, llega la tercera parte.
Sofía es un fantasma. Con su alma mantiene la novela. Alan Pauls le dota
de una voz brillante pero se olvida de ella y Rímini, pues eso, que se
convierte en un Atlas avejentado, incapaz de soportar todo el peso de la
novela. A decir verdad, se convierte en una Barbie. Barbie depresiva.
Barbie en pijama. Barbie autocompasiva. Barbie entrena. Barbie tenista.
Barbie fornica con MILFs. A Pauls se le acaban los clichés… y la
literatura.
Entonces hace un Karl Ove Knausgard: literaturiza el
contexto. Y como él: aburre a las ovejas, sobrevive a base de pequeñas
ediciones limitadas que se pierden en una obra que se vería más hermosa
con un buen puñado de páginas de menos. Pauls pierde el control en la
última parte. Se juega el todo por el todo. Como todo lector habrá
previsto y apostado, recupera a Sofía, convertida en ave fénix que
resucita al pobre personaje de Rímini, que para sobrevivir en la obra
había tenido que delinquir, y ello a pesar de la aberración del maestro
de educación física, mezcla de profesor Miyagi y Mutenroshi, aderezado
por coach de Paulo Coelho. Y por último el final, que podría haber sido
tan hermoso y pesar de serlo, no lo aparenta.
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