Los días perfectos, Jacobo Bergareche
Los días perfectos está configurado a través de dos extensas cartas. Ambas escritas por el mismo personaje. Y ambas marinadas con otras cartas que fueron en el tiempo, como la que corresponde a William Faulkner con su amante a lo largo del tiempo, que también sucumbieron. Cada carta ejerce el rol de némesis de la otra. La primera carta va dirigida a la amante. Es una carta que profundiza en el enamoramiento inicial, en los hechos, en la felicidad que supone transgredir las líneas de un matrimonio oxidado. La otra carta tiene como destinataria la cónyuge a quien pertenece la voz del narrador. Supone una autopsia. Desmiembra cada elemento de la relación muerta para observarla, para comprender cómo lo que una vez fue hermoso ha acabado por sucumbir al tiempo y al tedio. El amor ha sido y será uno de los temas recurrentes de la literatura universal, compartiendo protagonismo con la muerte. Al amor debemos obras tan dispares como El amor en los tiempos de guerra de Gabriel García Márquez, Todos los nombres de Jose Saramago o Seda de Alessandro Baricco.
Más allá de esta cronología evidente del amor, el tema principal —de ahí el título y la extraordinaria cita de Abderramán III que abre el libro— es la felicidad.
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