Pedro
Juan Gutiérrez podría ser considerado un autor del llamado realismo
sucio. Sus frases cortas, su desapego por cualquier estilismo literario,
por cualquier embellecimiento de más a la palabra debida –como diría
Pedro Salinas-, así lo acreditan. Al igual que sucedió con los
movimientos musicales de principios de siglo, como el jazz, el blues o
el rock, que fueron transformados por el contacto de la cultura
latinoamericana, un tanto así sucede con el realismo sucio de Pedro Juan
Gutiérrez. El estilo literario de Gutiérrez tiene ecos de Carver, de
Fante. Pero tiene personalidad suficiente.
Hasta
ahora había leído tan solo la inolvidable Trilogía sucia de La Habana.
Una tripe colección de relatos donde el sello del realismo sucio se pasa
por el filtro del ron, el son y el salseo cubano. Historias decadentes sobre
personajes más decadentes aún. Alcohol, hambre y erotismo rayano la
pornografía. Esto es Pedro Juan Gutiérrez y esto es lo que aparecía en
su trilogía sucia y lo que se repite en El Rey de La Habana.
Tal
vez por ello, siguiendo la estela de los paquetes de tabaco, en los
libros de Gutiérrez, en lugar de esas fajas que tan incómodas (Hola,
editoriales) resultan al leer, debería contenerse una advertencia. Se
recomienda leer de forma espaciada. En caso contrario, corremos el
riesgo de empacharnos muy pronto de Gutiérrez. Y
sería una pena. Más allá de lo llamativo que pueden ser en sus
historias los desmanes alcohólicos, decadentes y pornográficos, Pedro
Juan Gutiérrez tiene un manejo magistral de las frases cortas.
En el
caso de El Rey de La Habana asistimos a la historia por la esencia de un
habanismo, representado en Rey, un sucio, infeliz, muertodehambre pero
pinguero. Su road movie en el interior de La Habana vieja. Los
personajes que se cruzan en su camino para proveerle de alimento o de
sexo, componiendo un fresco en el que se hace hincapié en la búsqueda
del día a día del cubano, y cómo no, su castigo conseguido pulso a
pulso.
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