El testigo, Juan Villoro

Leer las páginas de El Testigo suponen un desafío como lector. También lo es escribir acerca de él. Las historias se entrelazan, se confunden. El pasado conduce al presente, ¿y en qué consiste si acaso el futuro que en consecuencias de lo que ya ha ocurrido?

El lector se convierte en un testigo. Un sujeto pasivo. Su nombre es Julio y se gana la vida como profesor de Literatura en Francia. Quedan al margen los autores cuyo nombre o fotografía o avatares permiten que el lector se sienta seguro, saber que es firme el suelo sobre el que pisa. Los autores sobre los que Julio enseña en Francia son los que pasan desapercibidos para el público. La acción tiene lugar en México. A donde llegamos como los derrotados de una guerra que nunca ha cesado. Antes Julio ha huido. Ahora le toca enfrentarse a su propio pasado. Los cárteles de la droga son el cáncer en metástasis que todo lo abarca. Lo único indemne es el pasado. Tan puro. Hasta que las páginas transcurren. La memoria histórica se impone como tema. Con ciertos paralelismos a la guerra civil española, las guerras cristeras adquieren el protagonismo y la mentira de lo legendario. El pasado sin embargo no es general. Julio comparte sus propios fantasmas. La marcha de México estuvo marcada por el desastre. Julio vivía una relación incestuosa con su prima. Ambos habían planteado su propia huida hacia adelante. Pero en el último momento Nieves, su prima, se

echó atrás. Ahora ella ha fallecido. Queda no obstante su semilla. La que plantó en la memoria y los recuerdos de Julio, que abandona su estado de latencia. Pero también queda la materialidad. Tras el paso atrás, Nieves rehízo su vida. Se casó. Tuvo 2 hijos. La hija tiene remembranzas de su madre. Entre Julio y la hija, que pudo haber suya, el lector participa de los cimientos de una relación nabokoviana.

El Testigo se convierte en una novela más de posibles, de fueron, que de realidades.

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