Trainspotting, Irvine Welsh

Era algo escéptico.
Leer Trainspotting era un proceso de aprendizaje
más que una lectura que deseara. No tardé en encontrarme con una
sorpresa mayúscula. Me gusta la literatura de la sordidez. Fante,
Burroughs, Pollock, Houellebecq,… Probablemente por el paso del tiempo
la idea que conservo de Traisnpotting es el de un grupo
de jóvenes de extracción obrera en los años de una gran ciudad
industrial británica (o escocesa, perdón), con todo lo que eso quiere
decir de heroína, alcohol y rock y asfalto. No en vano, me resulta casi
imposible pensar en la peli y no ver al grupo de personajes
principales correr por las calles de Edimburgo mientras suena Lust for
life de Iggy Pop. La declaración de intenciones no admite demasiadas
dudas.
Obviamente todo esto se encuentra en la novela, quizá de forma
más explícita, más excesiva. Sin embargo, más
allá de esa capa de sordidez, de denuncia social de un tiempo y un
lugar, Trainspotting es una obra literaria con mayúsculas. La
profundización que Welsh realiza en sus personajes no se limita al
ámbito de la marginalidad. Se drogan, beben, se contagian de
VIH, pero también sienten como cualquier ser humano. Un factor que a
veces se echa en falta en las narraciones en las que la realidad social
solapa el desarrollo vital de los personajes.
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