La llamada, Leila Guerriero

Después de la experiencia literaria —y en cierto modo, vital— que significó la lectura de las columnas periodísticas recogidas en Teoría de la gravedad, las expectativas ante La llamada eran considerables. Por un lado, estaba la autora. Leila Guerriero se ha ganado por derecho propio la consideración de escritora y periodista de importante respeto. Por otro lado, una historia real. Una suerte de true crime, subgénero tan en boga en los últimos tiempos, sobre los crímenes sufridos por Silvia Labayru durante su detención ilegal por la dictadura militar argentina de los años 70. 


Estaba preparado para enfrentarme a un libro duro. Sabía que leería sobre violaciones, torturas y asesinatos. Y sin embargo, me encontré mucho más. A pesar de todas estas premisas, reconozco haberme visto superado. No solo en mis expectativas lectoras, Leila —hay confianza, permítanme que me dirija a ella por su nombre de pila— construye algo más —mucho, muchísimo más— que una narración de los hechos, del contexto o del seísmo que supuso para una vida y toda su red, lo acaecido en el interior del ESMA —nombre del centro de detención, perteneciente a la marina—. 

Mientras leía, disfrutaba y sufría con las páginas de La llamada, los ecos de otra obra resonaban en mi cabeza. Leila, como mencioné con anterioridad, no se limita, como suele ser el patrón habitual en este tipo de libros, a describir los hechos. Consciente o inconscientemente sigue la estela de Emmanuel Carrere en El adversario. Con la precisión de un cirujano traza un retrato psicológico del personaje sobre la que gravita la historia. En este caso, la víctima, Silvia Labayru. Como Carrere, Leila no es capaz de controlar su propia voz. Se cuela dentro del relato. A veces como un personaje más del proceso de creación del texto durante las entrevistas en base a las que se articula, a veces subrayando las incoherencias en la narración de la propia víctima. Labayru es una joven de belleza radiante, perteneciente a una familia tan desestructurada como con raíces en las clases dominantes. Labayru se incorpora a los montoneros, un grupo paramilitar de influencia peronista y prepara y realiza una serie de atentados de pequeña relevancia. Embarazada es secuestrada por el aparato opresor del estado militar. Es torturada. Amenazada con la muerte, que es el destino de la mayoría de sus compañeros en el centro de detención. Y finalmente da a luz sobre una mesa. Es liberada al cabo del tiempo tras ser considerada rehabilitada por el sistema. Hasta aquí es más o menos la lectura que esperaba. Pero si en algún aspecto destaca Leila es en su capacidad de sorprender al lector. Leila necesita constatar datos. Cada nombre que Silvia menciona se convierte en personaje del texto. Leila se entrevista con amigos, conocidos y enemigos de Silvia. A todos les dota de voz para que corroboren, corrijan o complementen la narración de Silvia. Todos tienen su correspondiente retrato psicológico. Amantes, amigos, compañeros del grupo paramilitar,… El trabajo de Leila es minucioso, infatigable. 

De todos los aspectos —que son muchos— tratados en el texto, quizá lo más interesante resida en el análisis que Leila realiza de la condición de superviviente. A diferencia de la mayoría de sus compañeros de militancia, que fueron ejecutados, Leila sobrevive. Entre los que huyen antes de ser apresados, entre los padres de los muertos, se instala la duda. La duda razonable desde su perspectiva. ¿Qué pudo vender Silvia Labayru para huir del trágico destino del militante apresado? Una vez Silvia es liberada, huye a España. La colonia argentina en los años 70 es importante. La mayoría, de mentalidad de izquierdas, que escapó del destino de otros compañeros. Castigan a Silvia con el vacío social. La tachan de colaboracionista, de prostituta del sistema opresor y asesino, de delatora. Los delitos sexuales que sufre pierden su condición por ser militante y superviviente. El debate que Leila propone es brillante, quiebra los márgenes de la ética. 

Por último, una pequeña reflexión. Leila acostumbra a terminar de manera magistral sus columnas periodísticas. Sin embargo, La llamada adolece de esta pretensión. Las últimas 30, 40, 50 páginas repiten ideas, pierden energía —un hecho que ni de manera afecta al global de la obra—. Es cierto, que denota una intención de humanizar a Silvia. Personalmente, no lo entiendo. Desde la página 1 hasta la que cierra el libro no hay otro leitmotiv. Silvia es un ser humano y actuó como tal. Estaba cautiva. Su hija recién nacida era presa fácil para el aparato opresor y temía por sus padres y su pareja. Cualquier cosa que hubiese hecho por salvar su vida y proteger a los suyos escapa de los férreos o laxos límites de la moral o la ética. No comprendo por tanto la insistencia final, a riesgo de debilitar el texto, de presentar a la actual Silvia, que cumple con el papel que la vida le deparaba antes de su militancia, como un individuo normal y humano. Es simplemente una apreciación personal.


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