Regresamos: Corre, Conejo
Nos describen nuestros miedos. De todos ellos, uno que aparece, junto a mi fotografía, en mi carnet de identidad, es el miedo a las expectativas. Todos los comentarios sobre Corre, Conejo eran buenos, peligrosamente buenos. Tampoco ayudaba el jodido capitalismo que nos envuelve como una tela de araña invisible. No hay mayor devaluación para un libro que encontrarlo tirado de precio en un mercadillo de libros de ocasión. Me costó 1 € y el agradecimiento de que la cantidad ingresada serviría para financiar un proyecto de una ONG. Difícilmente se podría sentir más miserable. Por todo ello, Corre, Conejo se mantuvo durante años durmiendo el sueño de los justo en un anaquel junto a otros libros que, a diferencia de éste, no podrían presumir de su virginidad.
Hasta
que llegó un verano. La época proclive para las grandes gestas
lectoras, para que los libros llenos de polvo cedan su sitio a los que
vendrán, multiplicados, tras él. Leyendo la contraportada me enamoré
como un quinceañero de la ilustración de portada. Corre, Conejo
convierte en literatura el mito moderno del anti-Ulises. El marido que
salió a comprar tabaco para jamás regresar. Y la portada contaba esa
historia. Podría haber despedazado y quemado el resto de la obra y ya
habría valido la pena. La historia estaba ahí para los que no supiera
leer u optaran por declarar su amor a los cómics, estaba como en los
frisos del Partenón, las fachadas de las Catedrales o los fríos pasillos
de los museos y los manicomios. El arte, la esencia, estaba en la
portada y, a pesar de ello, la dejé atrás para lanzarme a sus páginas.
Volveré a las historias de Conejo.
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